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jueves, 25 de noviembre de 2010

La verdadera violencia


Hace dos o tres años, más o menos por la época en que los levantados y los decapitados y los ejecutados y los encobijados y los encajuelados y los muertos con tiro de gracia y los cuernos de chivo y el fusil M-15 y el AR-15 y las granadas de fragmentación y los casquillos percutidos y los narcomensajes y las narcomantas y las narcofosas y los narcotúneles y las narcofiestas y la Miss Narco y los Elizalde y las matanzas por decenas y los cuerpos calcinados y los cuerpos disueltos en ácido y los cuerpos desmembrados y los cuerpos mutilados y los cuerpos vejados y los capos y los sicarios y los pozoleros y y los alias y las orejas y los halcones y los zetas y los pelones y la familia y la extorsión y los ajustes de cuentas y los retenes y el fuego cruzado y las acciones de inteligencia y los operativos quirúrgicos y las detenciones y la guerra que vamos ganando aunque no lo parezca se convirtieron en motivos cotidianos de los informativos nacionales, yo también, un cualquiera, un don nadie, quedé contagiado por cierto miedo, zozobra o simple y vana preocupación por el estado del país, por esa agonía que ya entonces me parecía irreversible o al menos difícilmente remontable. Yo también me lamentaba ante las malas noticias. Yo también suponía que éstas no podían ser peores. Yo también me asombraba de que al día siguiente quedaran superados los límites del horror y la crueldad trazados apenas el día anterior. Y también, al final (o en un momento que marqué arbitraria e irracionalmente como final), dejé de lamentarme, de suponer y de asombrarme. En lugar de «esa lasitud teñida de asombro» de la que habla Camus y que todo lo perturba comenzando por la raíz misma de la existencia, quedó más bien una perversa lasitud teñida de costumbre, una suerte de pasividad airada quién sabe si auténtica, si autoimpuesta, si implantada taimadamente desde el exterior a través de argumentos falaces y ventajosos.

Tan timorata reacción obedeció, claro, a ciertas causas previsibles que vale menos la pena enumerar que concentrarlas y caracterizarlas por el tipo de violencia que representan, una violencia armada, brutal, desmedida —violencia frente a la cual, pensé entonces y pienso ahora, la única fuerza oponible es la del Estado, la de la autoridad, la de la Ley. Sin embargo, en el fondo hubo otra circunstancia que me permitió por momentos tender el manto de la indiferencia sobre toda esa podredumbre. Como habitante del DF, nunca había estado en medio de una balacera ni se había descubierto, a la vuelta de mi hogar, un cadáver sometido a los signos del narcotráfico. Sólo por mi situación geográfica concluí, cínicamente, que ese rasgo aborrecible del país en realidad no me afectaba. No sé o no quiero confesar si creí dicha tontería. Tal vez no, tal vez por un tiempo, tal vez siempre que el país se conmociona por una mala nueva yo me aferro un poco más a ese tibio clavo.

Sea como fuere, pronto entendí la nula importancia de que ese tipo de violencia distara o no cientos de kilómetros de mi entorno más cotidiano. Por su naturaleza misma (tan ubicua, tan sutil a veces como manifiesta en otras, tan parecida a la naturaleza del poder), sufría sin duda otro tipo de violencia a la que, sin advertirlo, me había acostumbrado. Violencia menos evidente quizá, pero igual de intolerable y más bien germinal.

Esa violencia persistente, mínima, que rige buena parte de las relaciones incidentales aunque necesarias dentro de esta ciudad y que nace de la nula consideración hacia el otro, de esa certeza arraigada, incuestionable, de que el otro existe y es real pero o es un autómata o un ser sin alma o, más llanamente, se le anticipa al menos una de dos inferioridades: la idiotez o la cobardía. Se le desprecia en cualquiera de los casos.

¿Las pruebas? El chicle todavía babeante arrojado a la vía pública. La música del vecino o del conductor de transporte público que escuchan los vecinos de los vecinos del vecino o los pasajeros de otro autobús. El claxonazo del impotente. Los gerentes y encargados de un establecimiento cualquiera que autorizan tremendas bocinas a la entrada de su local creyéndolas luz que atraerá polillas. Los espacios reservados para el anciano, el discapacitado o la embarazada ocupados de vez en vez por el anciano, el discapacitado o la embarazada. El automovilista embotellado. La bolsa de basura arrinconada a la mitad de una calle poco transitada. Ese otro impotente que para lavar una afrenta amenaza con llamar a su primo o a su amigo o a su pariente que "es judicial". El sindicalizado que se cree o se sabe dueño no sólo de la plaza que ocupa sino del lugar donde labora. O, para rematar, esa sustitución de la civilizada costumbre de escuchar música sirviéndose de un par de audífonos por el incipiente hábito de utilizar el altavoz integrado a teléfonos celulares y ciertos dispositivos de reproducción musical.

Conforta que estas conductas, violentas a su manera, podrían menguar hasta desaparecer por la sola voluntad de sus practicantes. Decepciona que todo eso permanecerá. Entristece que la ciudad cada día se vuelva un poco más insoportable, un poco más infernal.

 «¡Costumbre, celestina mañosa, sí, pero que trabaja muy despacio y que empieza por dejar padecer a nuestro ánimo durante semanas enteras en una instalación precaria; pero que, con todo y con eso, nos llena de alegría al verla llegar, porque sin ella, y reducida a sus propias fuerzas, el alma nunca lograría hacer habitable morada alguna!» (Proust, Por el camino de Swann, traducción de Pedro Salinas)


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(publicado antes en pijamasurf, ligeramente distinto)


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