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domingo, 26 de agosto de 2012

Caminar: poner en la realidad los patrones mentales


i

El viernes pasado, al salir del trabajo, tomé el metro para ir al centro de la ciudad. No recorrí ni pocas ni muchas estaciones: apenas las suficientes como para no arrepentirme y regresar a mitad de camino. Bajé en una cercana al departamento que alguna vez pensé en rentar, caminando un poco con la intención no declarada de encontrar otro de similares condiciones y en la misma zona. Pero este era apenas un objetivo flojo. La verdad es que mi rumbo no era cierto y, sin saber muy bien cómo, terminé en las calles más céntricas de la colonia. En cierto momento pasé por el S. C. y no recuerdo si antes o solo en su proximidad reconocí de pronto que tenía hambre. Entré y bebí también un tarro de cerveza, con premura los primeros y los últimos tragos, los intermedios con la lentitud que da el estar comiendo. Hasta ahora no lo he dicho, pero esa tarde me sentí especialmente solo, porque llamé pero, contrario a lo que dicen los Evangelios, nadie abrió, quien aún ahora se encuentra detrás de esa puerta simplemente no quiso abrirla. Estaba solo y triste, como lo estoy ahora, pero viva entonces la cruel esperanza de que todavía alguien acudiría a levantarme del rincón donde me había vencido para esperar. Quizá por eso llamó mi atención el intenso movimiento del restaurante. Sentado en la barra, frente a las parrillas donde media docena de mujeres prepara los alimentos que se sirven, presencié las evoluciones de los gestos que se dan entre quienes forman parte de un circuito de obediencia y jerarquías. Las miradas, las inflexiones de voz, las variaciones más o menos inconfundibles de quienes no se sienten bien reconviniendo a otros (pero lo tienen que hacer) y quienes interpretan o entienden mal ese disgusto y así, equivocado, lo transmiten a sus inferiores. El ir y venir de los meseros, la incapacidad para realizar una tarea sencilla y muy posiblemente rutinaria, los procedimientos sorprendentemente rudimentarios para corregir un error. Así estuve un buen rato, compensando con este seguimiento de la actividad exterior mi pasividad y mi vacío internos. Hasta que me di cuenta de esto mismo y el asunto perdió interés para mí. Pagué y salí, dejando una buena propina a la cocinera que me atendió (como hacen los solitarios) y despidiéndome de otra que por coincidencia con su descanso comió a mi lado. Salí a una calle que he recorrido cientos de veces desde que era niño y, sin embargo, no supe hacia dónde caminaba. En el fondo creo que tampoco me importó. Los efectos de la embriaguez se apresuran y se agudizan en una mente atribulada, paradójicamente, la misma que más busca o disfruta el sueño en el que, como niños en una fiesta de adultos, caen pronto los problemas bajo la influencia del alcohol. Entre la inercia y el sinsentido, di varios pasos sin ninguna orientación ni una idea precisa de cómo llegar a una calle que mi mente se fijó como frontera que me sacaría de esa zona ignorada y confusa que durante ese tiempo algo tenía de irreal, de falseada, de montaje y de sucedáneo. Miré al cielo, casi oscuro, todavía vespertino. Miré los edificios más altos, buscando inútilmente un punto de referencia, una o dos cúpulas delante y detrás de mí que no me indicaron nada. Caminé otro poco y justo antes de saber dónde estaba y hacia dónde debía dirigirme, caí en cuenta de que estaba perdido y había perdido el rumbo.


ii

Tarde, después de comer. Le pregunto si podemos hablar. Acepta. Y comenzamos, atropelladamente. El amor es complicado, en buena medida porque se trata de una de esas realidades ante la cual el lenguaje se revela como la engañosa trampa que es, como ese artificio casi perfecto que hace creer que podemos controlar el mundo como malamente controlamos lo que pensamos y decimos. Caminamos entre losas de concreto levantadas por las raíces de los árboles. Caminamos con la vista baja, mirándonos de vez en cuando, quizá poniendo menos cuidado en los pasos dados que en las palabras elegidas y escuchadas. No puedo transcribir lo que entonces dije y escuché, pero tampoco quisiera ensayar una síntesis y ni siquiera una suma de palabras que dé una idea, así sea parcial, de lo que ahí ocurrió. Es algo que probablemente nunca olvidaré, que de algún modo recordaré siempre y, más bien, que encontrará otras formas de manifestarse ―y eso me basta. Por lo demás, ¿qué de lo que dice un hombre enamorado y una mujer que no lo desea puede ser novedoso, original o sorprendente? Todo y nada a la vez. La creación del mundo sucede todos los días, y todos los días es milagrosa y admirable y monótona y aburrida. Llegamos a un punto en el que deberíamos dar por terminado el asunto, pero no hemos terminado. Pasamos a una avenida con un amplio camellón arbolado en su parte media. Unos pocos metros y ella no tiene nada más que decir. Es mi turno, el turno de los circunloquios y los murmullos, de las palabras entrecortadas y los accesos de entusiasmo, de la exploración de un terreno desconocido que por momentos parece hostil o adverso. Damos una vuelta y de nuevo llegamos al punto donde deberíamos dar por terminado el asunto. Pero no hemos terminado. Me detengo en la puerta donde deberíamos entrar ya, pero mi inmovilidad la desespera. Otra vez nos ponemos a caminar y otra vez damos la misma vuelta. Y lo que digo cumple la misma repetición, se contagia de la misma sensación de ya haber pasado por ese punto que tienen las cuatro calles que efectivamente acabamos de recorrer. Es inútil o absurdo seguir hablando. Por fortuna la última esquina está ya a la vista: la salida de ese inverosímil laberinto cuadrangular hecho únicamente de bordes exteriores.


iii

«From fairest creatures we desire increase»: de ciertas personas quisiéramos que, a pesar de todo, no nos dejaran tan pronto. Quizá no entendemos que la función desempeñada en ese momento ―y más que la función, su naturaleza misma, la esencia adquirida en las circunstancias de ese instante vital― fue la de un guía, la de alguien que acompaña pero solo para mostrar el camino, para enseñar a hacer algo que después tenemos que hacer por nosotros mismos, alguien con quien alcanzamos la salida del laberinto al mismo tiempo que conocemos la historia del laberinto.

Pero darse cuenta de esto, que puede no ser cierto, no es fácil. Hace falta, por ejemplo, echarse a caminar por calles que pocas veces se recorren, deambular con el mínimo de orientación hasta llegar ―azarosa pero inevitablemente― a una esquina donde se reconoce o se recuerda la conducción de otro, un cruce a partir del cual ―sabemos ahora― es posible continuar o volver.

Dar entonces la espalda al retorno, completar la misión del guía, entender que algunas personas solo llegan para responder una pregunta y de inmediato se van, azacanadas por la prisa y la incomodidad de estar mucho tiempo en un mismo sitio: esa es su naturaleza, la esencia misma que adquirieron para con nosotros en ese instante vital.

lunes, 20 de agosto de 2012

Escribo aquí porque, según parece, no puedo hacerlo abiertamente


Escribo aquí porque, según parece, no puedo hacerlo abiertamente. Al menos no si mi intención es, como ahora, dirigirme a ti, hablar contigo. Por una serie de reglas no escritas y con toda probabilidad inexistentes, me siento obligado a hacer esto: a esconderme, a elegir un rincón en las sombras para desde ahí comenzar a murmurar y tal vez así llamar tu atención. Aunque también es posible que esta sea la única manera que conozco y que me atrevo a emplear para hacer estas cosas.

¿Y qué quisiera decir? Poco y mucho. Ensayar, con voz apenas audible pero no por eso menos sincera, una disculpa. Lo siento si te molesté: nunca fue mi intención. Es solo que, en el planeta de donde provengo, esas muestras de amabilidad son más o menos usuales, más o menos inocentes, más o menos equivalentes a servir un café o elegir un camino más largo solo para pasar más tiempo con alguien (no con cualquiera, por supuesto, sino solo con esas personas por quienes vale la pena tomar un camino más largo para pasar más tiempo con ellas). 

En cualquier caso, mucho me temo que no dejaré de ser quien soy. No quiero volver a molestarte (y quizá no lo haga), pero tampoco quiero dejar de ser amable. 

martes, 5 de junio de 2012

La luz ubicua que todo lo alumbra


El amor es como la luz. Hay luces inmensas, majestuosas, increíbles, como la luz del Sol, como el amor de quien cuida a un enfermo por años y años sin lamentarse nunca, como el amor de quien dona voluntariamente un órgano, como el amor, sí, de quien se sacrifica sin siquiera esperar reconocimiento ni recompensa. Pero así como hay un solo Sol en este mundo, este tipo de amores difícilmente se encuentran en una vida. Son amores solitarios, intimidantes quizá por su desmesura. También está la luz de la Luna y la de las estrellas. La de las luminarias de la vía pública. La de los amigos que de tanto en tanto se visitan y se frecuentan sin nunca aburrirse o aburriéndose mutuamente. La de las parejas que honran su compromiso. Las ridículas y diminutas de las series navideñas. El mismo tipo de amor ridículo y diminuto que existe en las acciones más ridículas y diminutas, digamos, pasar la sal cuando sentados a la mesa. La luz de un reflector, de un fanal. La luz sudorosa y fatigada del atardecer. Luces milagrosas, irrepetibles, inefables, como la de un rayo de sol filtrándose entre el azahar y las hojas de un limonero. Un coup de foudre: súbito, fulminante, imposible de retener más allá de la memoria y la evocación. La luz ubicua que todo lo alumbra: «l'amor che move il sole e l'altre stelle».

(Mi amor por ti se encuentra ―o se encontraba, ya no sé― en un punto intermedio entre la luciérnaga y la lámpara de escritorio, entre lo hermoso por naturaleza y lo cotidianamente útil, entre la poesía gratuita y absoluta y lo que necesito y me hace falta todas las noches para terminar mi día.)

jueves, 31 de mayo de 2012

«Buscan luego mis ojos tu presencia»


«Buscan luego mis ojos tu presencia»: la frustración de tenerte frente a mí y, sin embargo, no tenerte de ningún modo.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Estoy condenado a equivocarme, siempre


Estoy condenado a equivocarme siempre, a enamorarme de la persona equivocada, en el momento equivocado, en circunstancias equivocadas, con pretensiones equivocadas. Estoy condenado a encontrarme siempre en un punto desconocido, un estado indescifrable entre el destiempo y la mediocridad. Estoy condenado a mirar al amor solo en su reflejo inerte, en los libros, la música, alguna película, arias y duetos de Mozart y Verdi, en esos destellos espontáneos y fugaces de felicidad: la risa de un niño, un rayo de sol mezclándose entre el azahar de un limonero, la compañía de un perro. Estoy condenado a sentir, impotente, cómo la marea de la soledad sube por las noches, en las horas ociosas e inactivas, amenazando con cubrirme y con ahogarme, incapaz como soy de frenarla ―como nadie puede detener la fuerza de gravedad en las aguas del océano.

domingo, 13 de mayo de 2012

Ejercicio de estilo II

Je me voyais perdu dans la vie comme sur une plage illimitée où j’étais seul et où, dans quelque sens que j’allasse, je ne la rencontrerais jamais.
Albertine disparue

Últimamente, cuando pienso que estoy enamorado, estos pensamientos terminan estrellándose contra Proust, contra alguno de sus motivos y sus manías, contra su paciente crueldad para detallar la realidad invisible del amor, contra los celos, contra el deseo a todas luces infundado de querer conocer la vida y los secretos de la mujer amada, contra el miedo de que esto que llamo amor sea una desmesura imposible de corresponderse.

Últimamente, cuando pienso que estoy enamorado, al mismo tiempo dobla la esquina de mis pensamientos Proust, lo miro acercarse, salir de esa especie de recepción donde se encuentra, ese mostrador desde donde despacha en mi mente, tan solícito él, tan atento a mis peticiones y mis necesidades, tan presto para explicarme con precisión quirúrgica lo que siento, lo que alguna vez sentí, lo que seguramente sentiré, para trazar el derrotero fatal de esto que llamo amor: el fracaso, el olvido, la indiferencia última y banal e inevitable.

Últimamente, porque estoy enamorado, no puedo pensar en otra cosa. No puedo leer ―mucho menos a Proust― sin que a cada línea, en cada glosa, en cada ejemplo e imagen, te vea ahí, asomándote, buscándote un lugar entre la estrechez de las palabras y los signos, obstinado en tenerte ahí, en mirarte, en nunca perderte.

domingo, 25 de marzo de 2012

¿Un rayo de luz filtrándose entre el azahar y las hojas de un naranjo?

Passeggiamo anche noi…

Al principio pensé todo como un incidente sin importancia. Las reparaciones, el arreglo con el otro conductor y aun el choque mismo me parecieron, en ese momento, francamente irrelevantes. Ignoro la razón. Ignoro también por qué, a sabiendas de que esa mañana tenía que encontrarme con un par de personas cuya cita habíamos acordado con bastante antelación, preferí llamar a mi secretaria para pedirle que cancelara todos mis compromisos. Por fortuna al otro coche, una camioneta también, no le pasó nada más que un rayón apenas visible, minúsculo en comparación con la honda abolladura de la mía. Digo por fortuna porque eso me permitió deshacerme del hombre en no más de diez minutos. Conduje hasta un estacionamiento cercano que conocía, pero antes de entregar el carro saqué de la cajuela un par de zapatos de piso, bajos y cómodos, que siempre llevo conmigo aunque use pocas veces.

No se me ocurrió otra cosa que hacer con mi tiempo libre más que caminar. En cierta forma esto era nuevo para mí: nunca antes, que yo recordara, había faltado al deber, a la responsabilidad o la disciplina, nunca a una clase ni a los horarios laborales. Esa parte de mí todavía se sentía incómoda, tirando en sentido contrario, ansiosa por regresar, por tomar el teléfono y decir que todo había sido una falsa alarma. Hasta que di con Reforma. Entonces mi buena conciencia acalló sus recriminaciones y, como el perro que se ha cansado de correr y ve satisfecha su sed de compañía, se echó a dormitar a mi lado —y esto era bueno. Pude ver entonces con tranquilidad la fuente de la Diana, el resplandor acuoso del monumento reflejándose en la fluidez broncínea del agua, ese manto metálico en torno a la mujer que los chorros de agua parecían empeñados en arrebatarle. 

A la distancia me pareció que en el otro lado de la avenida caminaba menos gente y los árboles daban más sombra. Me apresuré a cruzar, pero solo para descubrir que mis ganas de seguir andando se habían terminado. Preferí, en cambio, sentarme en una de las extensas bancas de piedra que se encuentran en esa parte de Reforma y me puse a mirar cómo pasaban los autos.

Sin darme cuenta me senté junto a un muchacho, según pensé, en circunstancias similares a las mías. Por la edad y la hora seguramente debía estar en el salón de clases y no en la vía pública, también por la mochila que escurría del asiento y amenazaba con regar su escaso contenido en el piso. Pero nada de esto parecía importarle. Ni sus cosas ni yo que lo miraba ni los muchos autos que pasaban frente a nosotros. A él solo parecía interesarle el libro que traía entre las manos, ese hilo de palabras que parecía ir levantando con sus ojos en cada línea terminada, cada página pasada.

La simpatía que primero me había despertado su desenfadado descuido se vio un tanto apabullada por tanta concentración. Al final, sin embargo, desprecié el temor o la reverencia y me animé a hablarle. Le pregunté, qué más podía, qué libro estaba leyendo. Titubeó un poco antes de voltear, quizá dudando de si era a él a quien me dirigía. De cualquier forma su única respuesta fue alzar el libro para poner la portada a la altura de mis ojos, gesto que remató con una mirada ligeramente molesta y deseosa de huir pronto. 

Supongo que ambos nos sentimos mal con eso. A mí me apenó sacarlo de su lectura y creo que él tampoco aceptó de buen grado su descortesía. Pero no sería yo la reincidente. Volví a mirar los carriles de la avenida. El tránsito no había dejado de fluir y por momentos se presentaba en abundantes oleadas que terminaban estrellándose contra la glorieta. Ahora era él quien me hablaba. Perdón, me dijo, esto es lo que estoy leyendo. Tomé el libro que me alargaba, uno pequeño y de hojas amarillentas del que solo recuerdo el aspecto pero no el título ni el autor. Interrumpí tu lectura. No importa, ya me estaba cansando. ¿Llevas mucho tiempo aquí? Desde las 8, que es cuando llego a la escuela, bueno… ¿No quieres caminar un poco?

Nos levantamos y comenzamos a ir en el mismo sentido de los coches, lentos y despreocupados. Entre la lectura y la escuela (las únicas dos cosas que sabía de él), probé con esta última, no sin ingenuidad, pues si lo había encontrado leyendo en una banca de Reforma evidentemente no había mucho que decir sobre su experiencia escolar. Un intercambio que distaba mucho de la trivialidad según supe después. Era, por el contrario, bastante significativo para él, que lo consideraba mucho más provechoso en aras de una vocación de la que se burló para sí pero en la que sin duda creía ferviente o desesperadamente.

Yo le hablé de la oficina, de los proyectos en puerta, de los socios y los inversionistas, de las citas de trabajo, de nuestras estrategias y algunos de mis fracasos. Salvo por estos, lo demás pareció aburrirle. Me preguntó si a mí no me aburría. Le dije que no, pero no me creyó. Quise revirar y le pregunté si a él no le aburría leer. Entonces escucho música. Incluso esto lo consideraba mucho más útil (en el sentido amplio, remarcó) que estar sentado frente a alguien que no para de hablar de cosas sin sentido. Yo no comprendía nada. Aunque algo de lo que decía no me era totalmente desconocido (nombres de autores y de compositores, algunos títulos de libros, generalidades relacionadas con estos), sentí de pronto que solo me movía en la superficie, que más allá, siempre más allá, lejos y acaso inalcanzable, permanecía lo que de verdad me estaba diciendo. Si algo puede dar significado a la vida es esto, sin importar que sea un destino de silencio y soledad, dijo, para luego callarse.

¿Un libro? ¿Una tonada? ¿Un rayo de luz filtrándose en el azahar y las hojas de un naranjo?

Nos detuvimos en la glorieta de la Palma. Instintivamente los dos contemplamos por un momento el árbol. Aunque era mentira, le dije que tenía que regresar al trabajo; por acto reflejo él respondió algo similar. Ambos sonreímos.

Antes de que diera la vuelta y se fuera todavía le oí mascullar algo, pero no quise preguntarle qué. Aunque era mentira, tenía que regresar al trabajo.


«—¿En qué otro sitio crees que estamos? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso?»




El último párrafo que es una cita de Borges, de su cuento "La rosa de Paracelso" incluido en La memoria de Shakespeare— debería explicarlo todo, debería revelar súbitamente que esta narración es una demorada metáfora de la Caída, una representación en otro momento y lugar del drama paradisíaco (porque estas cosas no son, pero suceden siempre). La tentación comienza en la Diana y finaliza en la Palma las referencias, me parece, son obvias: la Mujer y el Árbol del Génesis. Cuando el hombre y la mujer arriban a esta última glorieta, en ella ha nacido la duda ante todo aquello en lo que hasta entonces creía, duda que germinará y, es de esperarse, terminará por modificar su vida, todo por el conocimiento, aquí también, que de ese otro mundo valioso por sus bienes inmateriales e inútiles le muestra el muchacho. 


El fragmento de Borges, por cierto, guarda una enorme semejanza con dos de los Aforismos de Zürau de Kafka, el 64 y el 84, respectivamente:


«La expulsión del Paraíso es eterna en su parte principal: entonces, la expulsión del Paraíso es eterna, la vida en el mundo, inevitable; pero la eternidad del suceso hace que a pesar de todo sea posible no sólo que podamos permanecer de manera duradera en el Paraíso, sino que en realidad estemos de manera duradera en él, sin importar si lo sabemos o no.»


«Fuimos creados para vivir en el Paraíso, el Paraíso estaba destinado a servirnos. Nuestro destino fue modificado; pero nada se ha dicho acerca de que lo mismo haya sucedido con el destino del Paraíso.»


Por último, las palabras en italiano puestas como epígrafe corresponden al inicio del dueto en que Dorabella cede finalmente a los galanteos de Guilelmo en Così fan tutte de Mozart-da Ponte. Son una invitación a pasear.


Luego de mucho tiempo frecuentando el Paseo de la Reforma, leyendo ocasionalmente en alguna de sus bancas como el muchacho de la historia, fue sorprendente para mí descubrir que era posible adaptar un fragmento de dicho mito siguiendo algunas de sus glorietas más emblemáticas. No sé si exitosamente.

sábado, 17 de marzo de 2012

«—Te quiero. Y no sirve. Y es otra manera de la desgracia»



"La cara de la desgracia", Juan Carlos Onetti





"Los niveles de significación en La cara de la desgracia de Juan Carlos Onetti", Hugo J. Verani (Texto Crítico, enero-junio 1975, no. 1, p. 107-121, Centro de Investigaciones Lingüístico Literarias, Universidad Veracruzana)




[Un cuento que conocí siguiendo a @eduardohuchin]