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martes, 5 de junio de 2012

La luz ubicua que todo lo alumbra


El amor es como la luz. Hay luces inmensas, majestuosas, increíbles, como la luz del Sol, como el amor de quien cuida a un enfermo por años y años sin lamentarse nunca, como el amor de quien dona voluntariamente un órgano, como el amor, sí, de quien se sacrifica sin siquiera esperar reconocimiento ni recompensa. Pero así como hay un solo Sol en este mundo, este tipo de amores difícilmente se encuentran en una vida. Son amores solitarios, intimidantes quizá por su desmesura. También está la luz de la Luna y la de las estrellas. La de las luminarias de la vía pública. La de los amigos que de tanto en tanto se visitan y se frecuentan sin nunca aburrirse o aburriéndose mutuamente. La de las parejas que honran su compromiso. Las ridículas y diminutas de las series navideñas. El mismo tipo de amor ridículo y diminuto que existe en las acciones más ridículas y diminutas, digamos, pasar la sal cuando sentados a la mesa. La luz de un reflector, de un fanal. La luz sudorosa y fatigada del atardecer. Luces milagrosas, irrepetibles, inefables, como la de un rayo de sol filtrándose entre el azahar y las hojas de un limonero. Un coup de foudre: súbito, fulminante, imposible de retener más allá de la memoria y la evocación. La luz ubicua que todo lo alumbra: «l'amor che move il sole e l'altre stelle».

(Mi amor por ti se encuentra ―o se encontraba, ya no sé― en un punto intermedio entre la luciérnaga y la lámpara de escritorio, entre lo hermoso por naturaleza y lo cotidianamente útil, entre la poesía gratuita y absoluta y lo que necesito y me hace falta todas las noches para terminar mi día.)

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