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domingo, 22 de mayo de 2011

Dos ocurrencias proustianas

i

Alguna vez leí o alguien me dijo, no recuerdo bien, que Proust comenzó a escribir la Recherche, entre otras razones, para refutar la idea que de crítica literaria ejercía Sainte-Beuve, i. e., que para juzgar adecuadamente una obra era necesario conocer al autor, entrevistarse con sus amigos y sus amantes, frecuentar los mismos salones que el artista frecuentó durante su vida.

Si esto es cierto, el resultado no pudo ser más irónico: la detallada descripción de la vida interior del autor, de sus escarceos amorosos y sus fracasos sentimentales, de la vida social y mundana en la que se vio envuelto, de los lugares visitados y las habitaciones ocupadas, de los amigos y las cocottes, de los aristócratas y los simples burgueses, no nos acerca más a la comprensión de su obra. Por el contrario: es la monumentalidad de dicho detalle uno de los motivos que más dificulta el trabajo del crítico literario.

ii

Si tuviera algún grado de talento para el dibujo o la animación, realizaría esta escena:


Una persona, en un cuarto bien iluminado aunque no radiante, tal vez con la luz de la mañana anterior al mediodía, de pie frente a un librero, casi inmóvil, buscando con la vista un libro en específico o uno cualquiera para leer.  Estira el brazo, como si hubiera encontrado lo que busca o como si hubiera encontrado uno que llama su atención más que el resto. La mano sobre el lomo del libro. Lo retira lentamente, pero la lentitud es artificial, un efecto deliberada y sutilmente implementado por el animador o el dibujante. Lo toma con extrañeza, con curiosidad, pero no con repulsión, como si tomara algo que necesita pero que en el último instante descubre completamente húmedo. En efecto: el libro, más que húmedo, escurre el líquido en el cual estuvo remojado. La falta de repulsión se explica por el aroma de dicho líquido: uno dulzón o floral, agradable: el aroma del té. En ese momento la escena se transforma, pero no brutalmente. El librero cambia de ángulo hasta volverlo horizontal y sus bordes son ahora los de una taza humeante de porcelana lustrosa, discreta pero primorosamente ornada, un trabajo más europeo que oriental y más moderno que remoto. Al fondo, gruesos cortinones oscuros o una pared forrada de madera también oscura: en general, un cuarto sombrío pero no de apariencia descuidada, por el contrario, rica y cuidadosamente decorado, de muebles de madera fina y cristales limpios, de telas limpias y poco comunes. La luz es poca, porque es de noche, porque las cortinas están echadas, porque las lámparas no están encendidas o dan poquísima luz, porque todo sucede en el rincón más esquinado y lejano de la estancia, un rincón especialmente dedicado al aislamiento y la quietud —pero todo esto se sugiere en un instante, con el cambio de luz y con la textura de fondo. La perspectiva se mueve. La taza se apoya en un plato de la misma vajilla, esto es, de iguales características y motivos. Después, al ampliar la visión, se descubre el torso de un personaje sentado frente a la taza, la mano estirada, a punto de sacar algo que ha metido a remojar en el líquido que vaporiza al interior. Es Proust, una de sus fotografías animada artificialmente. Lo que extrae de la taza, húmedo, unos hilillos de té resbalando a lo largo de los bordes, es el primer tomo de la Recherche.

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