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martes, 14 de diciembre de 2010

¿No te ha pasado?


¿No te ha pasado que vas por la calle o en un vagón del metro o que estás sentado, bebiendo un café o una cerveza o tomando apuntes en un salón de clases y allá, no muy lejos, en la acera opuesta, recargado en la puerta para salir en la próxima estación, al otro lado del cristal o cerca del escritorio del maestro ves a alguien, una persona cualquiera, un desconocido con quien quizá nunca volverás a encontrarte que sin embargo llama tu atención, deja por un instante de ser un cualquiera y se destaca en el escenario anodino de la cotidianeidad, de entre la muchedumbre citadina, como alguien único no por un defecto o una cualidad suya, sino por el parecido increíble que guarda con alguno de los famosos, de los conocidos, alguno de esos pocos que cada tanto figuran en los periódicos y los noticieros de la televisión y las imágenes circulantes por todos los medios posibles, o a uno que aunque no sea querido de las multitudes al menos es reconocido por algunos cientos o miles de fieles, devotos de un culto público pero íntimo y compartido sólo en ocasiones extraordinarias, entonces piensas que ese que tienes enfrente, el cincuentón de suéter raído y pantalones lustrosos, ese hombre ligeramente encorvado, obeso y de calvicie descuidada, bigote corto y pardo, ese hombre que por inercia o costumbre busca el nombre de la estación adonde llega el tren aunque sepa hace varias en cuál debe bajar, se parece mucho a Slim, y ríes por dentro, pensando todavía más, imaginando que tal vez acabas de atestiguar una falla del sistema, una repetición de la vida o de la realidad que seguramente no deberías haber visto, piensas que tal vez, a estas alturas, después de siglos y siglos de historia, configurar o producir tantas vidas completamente diferentes entre sí es imposible o improbable, que las posibilidades se están agotando, que tal vez ese hombre es y no es Slim: tiene su cuerpo y su rostro pero no su vida ni su riqueza, porque basta añadir una sola variable para ampliar holgadamente las probabilidades y las combinaciones de un universo, como cuando agregaron primero uno y después dos dígitos a los números telefónicos de la ciudad, dices en tu mente, y te diviertes, y ese viaje tempranero hacia la universidad se vuelve así menos aburrido, y tres o cuatro años después recuerdas esto porque en un curso al que asistes, uno no siempre interesante que frecuentas por ocupar tu tiempo de alguna forma menos inútil que trabajando, miraste un día a un hombre mayor, lo notaste primero por su sombrero, accesorio más bien extravagante hoy en día, y después por su edad, por lo extraño que era verlo en un grupo dominado por jóvenes de veintitantos años, ansiosos quizá por recomponer o afianzar su futuro, y en menor medida por cuarentones estancados en lo mejor que pudieron hacer de sus vidas y por los freaks del mundillo académico, el mundillo de las conferencias y las presentaciones de libros y los cursos gratuitos, esa gente también madura, seguramente sola, que con resignada disciplina acude a esos encuentros también, como tú, por tener algo qué hacer, algo en qué ocuparse, gente rara, siniestra, deforme en su apariencia pero no por defectos físicos, sino por cierta secreta corrupción de su espíritu, aunque inofensiva y de algún modo perversamente inocente, pero ese hombre no pertenece a ninguna de estas clasificaciones que acabas de inventarte, incluso cuando lo miras piensas que ni siquiera es un alumno, algo en él —cierta prisa por irse, cierta incomodidad por estar ahí— te sugiere la fantástica idea de que es el chofer de alguien más, de alguien que sí escucha las clases por voluntad y acaso con gusto, ves todo eso en él, y ves, simultáneamente o un instante después, que su cara de viejo se parece a la del viejo Salvador Elizondo, al menos de perfil, porque pasados un par de minutos, cuando camina hacia donde tú estás buscando la salida, notas que de frente sólo conserva esas cejas triangulares que nunca pasas por alto, esas cejas que te gusta pensar como expresión fisonómica de un temperamento melancólico o reflexivo o musical, esas cejas que en sus momentos más profundos o de más melancólica alegría elevan no pocos pianistas célebres, algún director de orquesta y quizá hasta un profesor con quien aprendiste a leer cuidadosamente el Quijote (tan distinto, por otra parte, de ese otro con quien leían poemas de Lope y Quevedo y Góngora, y a quien recuerdas no sólo por esa similitud más bien temática, sino porque hace unos días, en un local dedicado al comercio de lámparas y candiles te fijaste más de lo normal o necesario en el dueño o el encargado, en el único que se preocupaba por atender a los clientes e impedir, tanto como pudiera, que compraran en una tienda diferente, lo miraste mientras descansaba durante uno de esos raros momentos en que incluso en un negocio tan trivial y tan mundano como ese sobreviene una mansa quietud, una tranquilidad que en tanto no se agota se siente infinita, ese silencio eterno e incuestionable de un universo que desde su creación jamás ha experimentado el movimiento, y ahí, en medio de esa eternidad, estaba el hombre sentado en un silla maltratada, con la espuma de fuera, oxidada en su armazón, trono más que adecuado para ese rey de la medianía, para ese cuerpo fofo desvirgado de juventud y vigor que comienza a conocer el rancio sabor del cansancio, ese hombre que de perfil, cuando alguien lo llamó para preguntarle una tontería, quizá dónde había ido Luis o qué se le antojaba para almorzar, lo único que hizo fue enderezar la cabeza y la mirada para responder sin levantarse ni acercarse, frunciendo ligeramente el ceño, y esa suma de gestos fue la que miraste con atención sin recordar, por más que te esforzaras, dónde la habías visto antes, en qué rostro, bajo qué luz, por qué motivo, pero tu mente fue entonces un baúl cerrado, un libro de cientos o miles de páginas ilegibles o escritas en un idioma conocido pero indescifrable, fue una bóveda oscura de la que adivinabas sólo su profundidad, su altura, los frescos que ricamente la adornaban, y por pereza e ineptitud abandonaste el asunto, fingiendo indiferencia, hasta hace unos días en que habías llegado ya a al cierre de esta larga pregunta, el lunes por la mañana cuando no sabes a santo de qué recordaste a tu profesor de Siglos de Oro, cuando fuiste capaz de asociarlo con el vendedor de lámparas y, de nuevo, te preguntaste cómo puede ser esto posible, cómo dos personas más o menos de la misma edad y tan parecidos entre sí pueden tener destinos tan diferentes y, al mismo tiempo, gestos tan iguales) esas cejas que, supones sin mucha seguridad, también tenía Salvador Elizondo, vuelves a sonreír para ti, pero ahora pensando menos en aquella teoría elaborada a bordo de un vagón de metro que en otro incidente, este mismo año pero hace ya varios meses, sucedido también en un salón de clases donde tomabas una que ni siquiera pertenecía a tu carrera, recuerdas que ahí dentro, entre los cuarenta o cincuenta recién ingresados había un muchacho cuyo aire de distinción y refinamiento bastó para que te fijaras en él, un aire que le imputaste arbitrariamente y que no sabrías precisar de dónde provenía, si de su pulóver negro de cuello de tortuga o si de su peinado un tanto anticuado, un tanto pasado de moda, de niño bueno y serio y formal, te das cuenta entonces de que ese muchacho que ronda la mayoría de edad se parece mucho a Salvador Elizondo o un Salvador Elizondo que imaginas o formas a partir de las fotografías que conoces y evocas borrosamente en ese momento, fotografías que tal vez no existan fuera de tu memoria o que ni siquiera valga la pena denominar así, quizá lo único que tienes es una imagen genérica, ideal, de Salvador Elizondo, de su cabeza de contornos redondeados, de su cabello oscuro perfectamente arreglado siempre, de esa suficiencia y seguridad en la actitud y la manera de conducirse ante los demás propia de quienes son criados con adinerado esmero, y de esa imagen sacas o formas un hipotético Elizondo joven, uno que se parece al muchacho sentado a varias filas de distancia de donde tú estás, uno con ese tic tan raramente común de parpadear cada cierto tiempo forzada y aparatosamente, como bajando y subiendo los párpados más tiempo del necesario sirviéndose de más músculos que los necesarios, recuerdas que esa tarde pensaste otra vez en una posible repetición de la vida, quizá viste a Salvador Elizondo cuando joven, cuando asistía a esa misma facultad (¿pero asistía?), lo piensas, pero sin insistir mucho, lo piensas durante un momento y lo olvidas después, un poco porque el tema ya no te entretiene ni te interesa y otro poco porque algunas semanas después abandonas el curso al sentirte ridículo entre tanto joven, entre tanta ilusión, entre tanta esperanza, lo olvidas hasta la mañana en que te encuentras con el Salvador Elizondo viejo, lo olvidas hasta otra mañana en que otra vez en un vagón de metro coincides con otro joven, de dieciocho o diecinueve años, marginal por destino y después por elección, de ropas sucias a punto del andrajo, lumpen o underground o grunge, un inútil y un desocupado, uno que se citó con otros dos como él, quienes abordan el metro una o dos estaciones después de que tú reparaste en su presencia, quienes se disculpan con él por el retraso, con quienes se saluda cariñosamente y uno de los cuales, uno regordete de piel blanca, de inmediato pero con calma saca de la mochila que llevaba a la espalda algo para mostrarle, unas revistas o unos videojuegos, no lo distingues con claridad, conjeturas entonces, con esos indicios, que ese que estaba desde el principio pasa como el importante del grupo, como el inteligente o el audaz, el carnero solitario que guía y cuida a la manada sin que ésta lo entienda ni lo agradezca, lo miras de reojo, a escondidas, fingiendo torpemente que haces otra cosa, que buscas algo entre tus cuadernos o que lees el libro que cargas contigo, lo miras, no puedes evitarlo, no sabes por qué te sientes atraído por ese tipo de gente, por los apestados de la sociedad, por los mendigos y los limosneros y los locos que andan sueltos en las calles y los andenes del metro, por el oficinista de traje y gafete que ya a las ocho de la noche viaja completamente ahogado, por esa gente desafortunada y miserable que aunque salió de un lugar para dirigirse a otro da la impresión de no tener un destino fijo ni una ruta obligada, lo miras de nuevo y miras ahora sus grandes lentes de pasta, curveados pero no perfectamente circulares, de color maple o carey, y ese detalle aunado al resto de su apariencia te hace pensar en Bolaño, en que quizá así se veía Roberto Bolaño cuando era joven en la Ciudad de México, cuando no era Roberto Bolaño sino un muchacho cualquiera sin ocupación manifiesta ni imperativa más allá de las ejecutadas por convicción, por tozudez, por esa fe irrenunciable en sí mismo que posee el verdadero artista, el adolescente, el que todavía no sabe si lo logrará, el que sabe de antemano que lograrlo significa fracasar, una y otra vez, siempre, en cualquier oportunidad, un muchacho como el de la primera parte de Los detectives, ese que anda por las calles del Centro cuando debía estar en la universidad, leyendo en las bancas de la Alameda, robando libros del Sótano, visitando las de viejo, escribiendo en un café de la calle Colón, piensas en esto por los lentes y el cabello alborotado y crespo del que tienes enfrente, piensas que sus pantalones sucios y su camisa de dos o tres puestas consecutivas y sin lavar lejos de ocultar cierta triste inteligencia la resalta, como si ya en su figura, en su parecido accidental con Roberto Bolaño, pudiera leerse su destino de silencio y soledad incluso si nunca en su vida termina de leer un libro o de llenar con su escritura una página en blanco, piensas y piensas y piensas, pero ya no en tus teorías de juventud que te aburren o te avergüenzan, piensas, mejor, en escribirlo, pero antes de que puedas hacerlo, mientras llegas a tu casa para sentarte frente a la computadora, mientras caminas rumbo al paradero de los camiones que te llevan a casa, sin voluntad de por medio irrumpe en tu mente el motivo inicial, ese No te ha pasado que, y te alegras, porque después de eso las siguientes palabras surgen casi como si manaran de un surtidor continuo y que quisieras inagotable, un alto surtidor que el viento arquea, pero aunque escribes y piensas menos piensas todavía en que esas ideas primerizas germinaron gracias a un cuento de Cortázar, uno que leíste cuando ya no creías en Cortázar, uno del que todavía no abjuras y quizá el único que respetas por carecer a tus ojos de esa retórica juvenil tan imantada que intentaste seguir e imitar no pocas veces luego de pasar horas o días leyendo sus cuentos, y también de esto te alegras, de ya no tenerlo presente, pero pronto dudas de que esto sea cierto, dudas, sobre todo, al escribir pulóver para decir suéter, por no repetir suéter, es esa palabra la que provoca el recuerdo, la que te hace pensar en Una flor amarilla, en ese monólogo de ebrio que, no te cuesta aceptar, guarda cierto parecido con éste que ahora escribes, y sonríes decepcionado y piensas e incluso te lamentas un poco de que esto todavía sea así? ¿No te ha pasado? ¿Nunca?

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