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sábado, 26 de junio de 2010

Un pastiche


Anoche tuve un sueño. Caminaba por un pasillo estrecho, alargado y oscuro y escuchaba un murmullo a través de las paredes o de puertas que suponía distanciadas regularmente entre sí a lo largo del pasillo. El rumor era constante, aunque vago y apenas audible. Pensaba que las puertas que seguía sin distinguir daban entrada —pero no salida— a muchas salas idénticas saturadas de la luz opaca que filtraban amplios ventanales. Pensaba en estas salas, pero no las veía, porque yo seguía recorriendo el pasillo. De pronto una voz clara descollaba de entre esta salmodia que comenzaba a angustiarme. Una voz cuyas palabras entendía y hasta escuchaba con mesurado gozo. Una voz afanada en explicar el Polifemo de Góngora. No sé o no recuerdo si la explicación versaba sobre un detalle o sobre generalidades del poema. Recuerdo, sí, que la sola mención de ambos nombres, el de Polifemo y el de Góngora, me hizo intuir o saber dónde me encontraba, a qué lugar pertenecían el pasillo y las salas que me contenían. Estaba en el cielo o en el infierno, y en ningún otro sitio. No sabía con precisión cuál de los dos atravesaba, si los jardines edénicos o las mazmorras abisales, pero sabía que se trataba de uno solo de esos dos. Dueño de esta ambigua certeza, asistía imperturbable y nada sorprendido a la disolución de todo cuanto hasta entonces tuve frente a mí: el pasillo, las paredes, las puertas nunca vistas, las salas imaginadas. Todo, salvo un único elemento: la luz grisácea que había dominado el sueño desde el principio y que ahora llenaba el plano uniforme y vacío en el que yo estaba suspendido. Yo, que todavía estaba ahí, a veces de espaldas a mí mismo (a mí que soñaba este sueño), y a veces como recostado o flotando en medio de un elemento intangible. Extrañamente, la abrupta mudanza no alteró mi ánimo. Creía saber que, pese a la desaparición de todas las cosas, lo esencial del sueño había permanecido —y esa era la fuente de mi tranquilidad. Yo y la luz grisácea. Sin embargo, esta nueva verdad me volvía a sumir en la angustia. Comprendía de pronto que la luz no era luz y que su opacidad revelaba su verdadera naturaleza. Me encontraba dentro de una voz, otra, distinta de la del murmullo y de la que explicaba a Góngora. Una voz que nada había dicho aún. Una voz inmensa, destinada a desbordar cualquier espacio. Una voz que ya me ocultaba a mí y que me había perdido visiblemente dentro de mi propio sueño. Pero esto no merecía importancia, porque la voz hablaba. Como a Salomón, me preguntó qué deseaba más, si sabiduría o riquezas. Sin dudarlo, yo respondía que riquezas, y de inmediato me veía frente al volante de lujosos autos y viviendo en mansiones inabarcables de numerosas estancias y variados muebles. Para mí que estaba en el sueño, ninguna de esas propiedades era ilusoria, todas eran reales y efectivas. Me veía como me veo hoy y pensaba que las había tenido desde mi nacimiento y hasta ese momento presente, que formaban parte de mí y de mi pasado. Pero la voz interrumpía mis dudas y negaciones para lanzar una advertencia o una prohibición, la de nunca revelar el origen de mi fortuna so pena de perderla completamente en un único y fatal instante y ya nunca recordarla o tenerla únicamente bajo la forma de un sueño nunca soñado e imaginado de pronto y de la nada mientras viajo en un vagón del metro, molesto por carecer de la pericia y la rapidez suficientes para ganar un asiento vacío.

lunes, 21 de junio de 2010

Mudó de parecer

Antes, adolescente, pensaba que lo extraño, lo verdaderamente milagroso, eran la felicidad o la alegría, que cualquiera de estas dos, imprevisible e infrecuentemente, sólo perturbaba la norma con su insólita presencia, la firme línea recta trazada por la miseria, la desgracia, el infortunio. Ahora pienso que ambos, tanto la alegría como el dolor, son igualmente extraordinarios. Lo verdaderamente usual es la medianía, la trivialidad, la repetición, el indolente tránsito de lo cotidiano.

miércoles, 16 de junio de 2010

La gente de mi edad

Mucha de la gente de mi edad hace cosas de gente de mi edad. Algunos terminan sus tesis o se titulan. Otros trabajan metódicamente —y les pagan por hacerlo. Otros más siguen estudiando —un posgrado, otra licenciatura.

Ni ellos ni yo salimos en los periódicos ni dicen nuestros nombres en los noticieros. Somos parte de la medianía que hace lo que hace sin que al resto del mundo le importe qué hace —aunque, en cierto sentido, sea muy importante hacerlo.

Pero hay un puñado que sí llama la atención y cuyas identidades y actos son registrados por el ávido público de nuestro tiempo. Las letras de esos nombres son transcritas y repetidas por otras personas que tienen por ocupación transcribirlas y repetirlas porque otras personas a su vez los buscan y los registran y los repiten —y los olvidan al instante siguiente o los recuerdan voluntaria o involuntariamente durante cierto tiempo.

Algunos de esos pocos, como Cristiano Ronaldo o el Niño Torres o Wayne Rooney, son demasiado conocidos y las imágenes de sus rostros y sus cuerpos son reproducidas millones de veces en distintas posiciones y actitudes y con distintas ropas encima. Muchos de esos pocos se ganan la vida de forma convencional, a través de un trabajo simple —aunque exigente. Por el contrario, el resto, el reducido resto de estos pocos, recibe su pago por una labor peculiar y que algo tiene de inexplicable, consistente únicamente en ser quien el mundo espera que sea. Cristiano Ronaldo, el ejemplo antonomástico de estas poquísimas personas, sólo tiene que ser Cristiano Ronaldo para ganar en unas cuantas horas el dinero que muchos de la medianía ganamos en meses y quizá hasta años. Qué cosa más extraña.

Los otros cuyos nombres merecen la luz de la atención pública y que también tienen mi edad y que también salen de sus casas a buscar el dinero que satisfaga sus necesidades (necesarias o no) están asaltando microbuses, o planeando y ejecutando (y a veces malogrando) secuestros, o vendiendo droga, o matando gente a destajo. A veces, cuando la suerte les falla o se revela su parca pericia para la labor elegida, son muertos o prendidos y el reportero que informa sobre lo sucedido anota sus generales y las transmite, primero el nombre, después la edad, de la cual queda resonando en los oídos del auditorio el tono asombrado con el que fue pronunciada, como esperando que en la antesala de la oreja, en su pabellón, las palabras que refieren los hechos cambiaran en la última fracción de segundo antes de ser escuchadas definitivamente y se convirtieran en otros números, que serían más años, y entonces, quizá, la nariz y los pulmones de uno respirarían con un ritmo distinto o soltarían, como dice la frase hecha, un suspiro de alivio o al menos de cierta tranquilidad generacional, porque sólo así quien escucha las noticias se daría cuenta de que la gente se está muriendo, claro, porque hay muertos todos los días y a todas horas, aunque nunca antes, ni en la vida de esta generación ni en la de un par de otras atrás de ésta, se contaran tantos todos los días y a todas horas, pero al menos, decía, si las edades no fueran las que son, habría quien pensara para sus adentros que la gente que se mata y delinque es gente mayor, maleada, como decían sus padres o sus abuelos, que no tuvo de otra, y que a sus treinta o treinta y cinco años, aunque en pleno vigor y sobrado de redaños que mejor se aprovecharían en una fábrica o a la mitad de un sembradío, obligado quizá a mantener quién sabe cuántas bocas, concluyó que el último y ya único medio a su alcance para dar de comer a los suyos era la transgresión y el delito. Pero las cosas no son así y esta no es sino una historia contaminada por cierto romanticismo ramplón originado en las sufridos novelones del diecinueve y asentado por la comunicación masiva del siglo XX, hábil en reproducir modelos culturales sosos y vacíos de significado. Las cosas son, en la realidad, también simples, pero vivas y pestilentes y tozudamente viscerales.

La verdad, sencillamente, es que la gente de mi edad también está muriendo.

miércoles, 2 de junio de 2010

mejor que sean dos



«En cierto modo quería a mi padre —un modo harto antojadizo, para decirlo de alguna forma— y cuando un día se le ocurrió que podía enamorarse de otro (cuyo nombre nunca pudo obtener mi padre de sus labios) abandonó marido e hijo con la rapidez con que una gota de lluvia empieza a resbalar hacia la punta de una hoja de lila. Ese salto hacia arriba de la hoja abandonada por su reluciente carga debió de causar un dolor muy intenso a mi padre.»


Vladimir Nabokov, La verdadera vida de Sebastian Knight

una metáfora cualquiera



«El lugar entero me parecía un inmenso montón de desperdicios donde se hubiera perdido una alhaja.»


Vladimir Nabokov, La verdadera vida de Sebastian Knight

martes, 1 de junio de 2010

Varia citadina (2)

A veces, especialmente si voy solo en el metro y éste avanza con velocidad a lo largo de los túneles rompiendo delante de sí la resistencia del viento y si viajo arrinconado al fondo del vagón, me llegan fragmentos fragmentados de las conversaciones cercanas —si las hay, si, como sucede a menudo, quienes se empeñan en conversar dentro del metro tienen que forzar su voz y elevar su volumen para hacerse oír paupérrima y míseramente por su interlocutor. Entonces, a veces, las palabras que escucho las escucho extrañado, las escucho súbitamente por encima de la conversación trivial y anodina que con mucha probabilidad intentan hilar esos pasajeros, palabras que tienen un dejo casi literario. La última vez, por ejemplo, escuché las frases «del dolor y la desesperanza» y «si supieran uno del otro», pero al acercarme un poco, al disminuir el tren su marcha por estar ya en la estación terminal, uno de los dos que hablaban dijo, simplemente, «una paleta» y, antes, «conciliación y arbitraje».