Hechos como este reaniman mi duda sobre la realidad del mundo. ¿Por qué, de entre cientos de casos de niños perdidos, el único que gana tanta atención se desarrolla y concluye tan literariamente? Viendo y escuchando las noticias pensé en el político y magnate que, en La caza del carnero salvaje, controla desde las sombras el Japón de los años 70. Pensaba si sería posible, en la realidad, la existencia de un personaje así, uno que ocasionalmente ideara y pusiera en marcha sucesos novedosos, extraordinarios, un personaje temeroso de su originalidad, del impacto de su originalidad, y que por esta razón prefiriera montar historias ya probadas en sus efectos. Entonces, el robo de un banco seguiría, en sus rasgos más generales, los mismos pasos que el de «La liga de los pelirrojos», la famosa aventura de Sherlock Holmes. O como ahora: un asesino aparentaría genio y grandeza hasta que la presión y el miedo y la culpa lo cercaran y lo minaran y lo derrumbaran, al modo de Raskólnikov.
El reportero que, cubriendo las representaciones populares de la Pasión, relata cada uno de los cuadros como si fueran sucesos reales, contemporáneos, conjugando todos sus verbos en tiempo presente. Como si el prendimiento, o la sentencia o las caídas, fueran noticia por sí mismos y no por tratarse de un ritual dramatizado. Como si en el periódico de hoy, siempre en el de hoy, leyéramos, antes o después del recuento de las ejecuciones cotidianas, que también un hombre de treinta y tantos años fue crucificado.
Digamos que Cristo no murió por la humanidad. Digamos que murió por motivos más temporales y terrenos, aunque no menos sublimes. Digamos que murió para que Bach pudiera componer la Pasión según san Mateo y la Pasión según san Juan. Tal vez así, imputando una razón personalísima, el sacrificio adquiera también un sentido personal, íntimo, refinado celosamente con las herramientas de la contemplación y la iluminación, dejando para otros las toscas maquinarias del dogma y la herejía.
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El reportero que, cubriendo las representaciones populares de la Pasión, relata cada uno de los cuadros como si fueran sucesos reales, contemporáneos, conjugando todos sus verbos en tiempo presente. Como si el prendimiento, o la sentencia o las caídas, fueran noticia por sí mismos y no por tratarse de un ritual dramatizado. Como si en el periódico de hoy, siempre en el de hoy, leyéramos, antes o después del recuento de las ejecuciones cotidianas, que también un hombre de treinta y tantos años fue crucificado.
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Digamos que Cristo no murió por la humanidad. Digamos que murió por motivos más temporales y terrenos, aunque no menos sublimes. Digamos que murió para que Bach pudiera componer la Pasión según san Mateo y la Pasión según san Juan. Tal vez así, imputando una razón personalísima, el sacrificio adquiera también un sentido personal, íntimo, refinado celosamente con las herramientas de la contemplación y la iluminación, dejando para otros las toscas maquinarias del dogma y la herejía.
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