El hombre que escribió esto:
Si el abismo, en diluvios desatado,
hubiera todo el fuego consumido,
el que enjuga mis venas, mantenido
de mi sangre, le hubiera restaurado.
Si el día, por Faetón descaminado,
hubiera todo el mar y aguas bebido,
con el piadoso llanto que he vertido,
las hubieran mis ojos renovado.
Si las legiones todas de los vientos
guardar Ulises en prisión pudiera,
mis suspiros sin fin otros formaran.
Si del infierno todos los tormentos,
con su música Orfeo suspendiera,
otros mis penas nuevos inventaran.
Es el mismo que escribió esto otro:
Puto es el hombre que de putas fía,
y puto el que sus gustos apetece;
puto es el estipendio que se ofrece
en pago de su puta compañía.
Puto es el gusto, y puta la alegría
que el rato putaril nos encarece;
y yo diré que es puto a quien parece
que no sois puta vos, señora mía.
Mas llámenme a mí puto enamorado,
si al cabo para puta no os dejare;
y como puto muera yo quemado
si de otras tales putas me pagare,
porque las putas graves son costosas,
y las putillas viles, afrentosas.
Y ambos no son, en modo alguno, los extremos de Quevedo. Se trata apenas de puntos intermedios, equidistantes, situados en esa medianía monstruosa donde el poeta todo lo confunde, donde no hay arriba ni abajo, ni belleza ni fealdad, ni elogios ni insultos, ni ofrendas ni merecimientos, desde donde, al final, todo emerge diferenciado, ubicado en el cuadrante correspondiente: lo sublime, lo abyecto, la dignidad, la canalla, alineados cada uno con sus pares, siguiendo cada uno su propio trazo, sin nunca interrumpir la sucesión del otro. Salvo, quizá, en un momento: el de la hipotética, irrefrenable y monstruosa carcajada que, quiero imaginar, debió soltar Quevedo, ahíto, cuando se descubría en los límites últimos del lenguaje, sabiendo siempre siempre siempre cómo regresar y cómo retomar la ruta. Cada vez que quisiera. El maldito perro.