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domingo, 25 de marzo de 2012

¿Un rayo de luz filtrándose entre el azahar y las hojas de un naranjo?

Passeggiamo anche noi…

Al principio pensé todo como un incidente sin importancia. Las reparaciones, el arreglo con el otro conductor y aun el choque mismo me parecieron, en ese momento, francamente irrelevantes. Ignoro la razón. Ignoro también por qué, a sabiendas de que esa mañana tenía que encontrarme con un par de personas cuya cita habíamos acordado con bastante antelación, preferí llamar a mi secretaria para pedirle que cancelara todos mis compromisos. Por fortuna al otro coche, una camioneta también, no le pasó nada más que un rayón apenas visible, minúsculo en comparación con la honda abolladura de la mía. Digo por fortuna porque eso me permitió deshacerme del hombre en no más de diez minutos. Conduje hasta un estacionamiento cercano que conocía, pero antes de entregar el carro saqué de la cajuela un par de zapatos de piso, bajos y cómodos, que siempre llevo conmigo aunque use pocas veces.

No se me ocurrió otra cosa que hacer con mi tiempo libre más que caminar. En cierta forma esto era nuevo para mí: nunca antes, que yo recordara, había faltado al deber, a la responsabilidad o la disciplina, nunca a una clase ni a los horarios laborales. Esa parte de mí todavía se sentía incómoda, tirando en sentido contrario, ansiosa por regresar, por tomar el teléfono y decir que todo había sido una falsa alarma. Hasta que di con Reforma. Entonces mi buena conciencia acalló sus recriminaciones y, como el perro que se ha cansado de correr y ve satisfecha su sed de compañía, se echó a dormitar a mi lado —y esto era bueno. Pude ver entonces con tranquilidad la fuente de la Diana, el resplandor acuoso del monumento reflejándose en la fluidez broncínea del agua, ese manto metálico en torno a la mujer que los chorros de agua parecían empeñados en arrebatarle. 

A la distancia me pareció que en el otro lado de la avenida caminaba menos gente y los árboles daban más sombra. Me apresuré a cruzar, pero solo para descubrir que mis ganas de seguir andando se habían terminado. Preferí, en cambio, sentarme en una de las extensas bancas de piedra que se encuentran en esa parte de Reforma y me puse a mirar cómo pasaban los autos.

Sin darme cuenta me senté junto a un muchacho, según pensé, en circunstancias similares a las mías. Por la edad y la hora seguramente debía estar en el salón de clases y no en la vía pública, también por la mochila que escurría del asiento y amenazaba con regar su escaso contenido en el piso. Pero nada de esto parecía importarle. Ni sus cosas ni yo que lo miraba ni los muchos autos que pasaban frente a nosotros. A él solo parecía interesarle el libro que traía entre las manos, ese hilo de palabras que parecía ir levantando con sus ojos en cada línea terminada, cada página pasada.

La simpatía que primero me había despertado su desenfadado descuido se vio un tanto apabullada por tanta concentración. Al final, sin embargo, desprecié el temor o la reverencia y me animé a hablarle. Le pregunté, qué más podía, qué libro estaba leyendo. Titubeó un poco antes de voltear, quizá dudando de si era a él a quien me dirigía. De cualquier forma su única respuesta fue alzar el libro para poner la portada a la altura de mis ojos, gesto que remató con una mirada ligeramente molesta y deseosa de huir pronto. 

Supongo que ambos nos sentimos mal con eso. A mí me apenó sacarlo de su lectura y creo que él tampoco aceptó de buen grado su descortesía. Pero no sería yo la reincidente. Volví a mirar los carriles de la avenida. El tránsito no había dejado de fluir y por momentos se presentaba en abundantes oleadas que terminaban estrellándose contra la glorieta. Ahora era él quien me hablaba. Perdón, me dijo, esto es lo que estoy leyendo. Tomé el libro que me alargaba, uno pequeño y de hojas amarillentas del que solo recuerdo el aspecto pero no el título ni el autor. Interrumpí tu lectura. No importa, ya me estaba cansando. ¿Llevas mucho tiempo aquí? Desde las 8, que es cuando llego a la escuela, bueno… ¿No quieres caminar un poco?

Nos levantamos y comenzamos a ir en el mismo sentido de los coches, lentos y despreocupados. Entre la lectura y la escuela (las únicas dos cosas que sabía de él), probé con esta última, no sin ingenuidad, pues si lo había encontrado leyendo en una banca de Reforma evidentemente no había mucho que decir sobre su experiencia escolar. Un intercambio que distaba mucho de la trivialidad según supe después. Era, por el contrario, bastante significativo para él, que lo consideraba mucho más provechoso en aras de una vocación de la que se burló para sí pero en la que sin duda creía ferviente o desesperadamente.

Yo le hablé de la oficina, de los proyectos en puerta, de los socios y los inversionistas, de las citas de trabajo, de nuestras estrategias y algunos de mis fracasos. Salvo por estos, lo demás pareció aburrirle. Me preguntó si a mí no me aburría. Le dije que no, pero no me creyó. Quise revirar y le pregunté si a él no le aburría leer. Entonces escucho música. Incluso esto lo consideraba mucho más útil (en el sentido amplio, remarcó) que estar sentado frente a alguien que no para de hablar de cosas sin sentido. Yo no comprendía nada. Aunque algo de lo que decía no me era totalmente desconocido (nombres de autores y de compositores, algunos títulos de libros, generalidades relacionadas con estos), sentí de pronto que solo me movía en la superficie, que más allá, siempre más allá, lejos y acaso inalcanzable, permanecía lo que de verdad me estaba diciendo. Si algo puede dar significado a la vida es esto, sin importar que sea un destino de silencio y soledad, dijo, para luego callarse.

¿Un libro? ¿Una tonada? ¿Un rayo de luz filtrándose en el azahar y las hojas de un naranjo?

Nos detuvimos en la glorieta de la Palma. Instintivamente los dos contemplamos por un momento el árbol. Aunque era mentira, le dije que tenía que regresar al trabajo; por acto reflejo él respondió algo similar. Ambos sonreímos.

Antes de que diera la vuelta y se fuera todavía le oí mascullar algo, pero no quise preguntarle qué. Aunque era mentira, tenía que regresar al trabajo.


«—¿En qué otro sitio crees que estamos? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso?»




El último párrafo que es una cita de Borges, de su cuento "La rosa de Paracelso" incluido en La memoria de Shakespeare— debería explicarlo todo, debería revelar súbitamente que esta narración es una demorada metáfora de la Caída, una representación en otro momento y lugar del drama paradisíaco (porque estas cosas no son, pero suceden siempre). La tentación comienza en la Diana y finaliza en la Palma las referencias, me parece, son obvias: la Mujer y el Árbol del Génesis. Cuando el hombre y la mujer arriban a esta última glorieta, en ella ha nacido la duda ante todo aquello en lo que hasta entonces creía, duda que germinará y, es de esperarse, terminará por modificar su vida, todo por el conocimiento, aquí también, que de ese otro mundo valioso por sus bienes inmateriales e inútiles le muestra el muchacho. 


El fragmento de Borges, por cierto, guarda una enorme semejanza con dos de los Aforismos de Zürau de Kafka, el 64 y el 84, respectivamente:


«La expulsión del Paraíso es eterna en su parte principal: entonces, la expulsión del Paraíso es eterna, la vida en el mundo, inevitable; pero la eternidad del suceso hace que a pesar de todo sea posible no sólo que podamos permanecer de manera duradera en el Paraíso, sino que en realidad estemos de manera duradera en él, sin importar si lo sabemos o no.»


«Fuimos creados para vivir en el Paraíso, el Paraíso estaba destinado a servirnos. Nuestro destino fue modificado; pero nada se ha dicho acerca de que lo mismo haya sucedido con el destino del Paraíso.»


Por último, las palabras en italiano puestas como epígrafe corresponden al inicio del dueto en que Dorabella cede finalmente a los galanteos de Guilelmo en Così fan tutte de Mozart-da Ponte. Son una invitación a pasear.


Luego de mucho tiempo frecuentando el Paseo de la Reforma, leyendo ocasionalmente en alguna de sus bancas como el muchacho de la historia, fue sorprendente para mí descubrir que era posible adaptar un fragmento de dicho mito siguiendo algunas de sus glorietas más emblemáticas. No sé si exitosamente.

sábado, 17 de marzo de 2012

«—Te quiero. Y no sirve. Y es otra manera de la desgracia»



"La cara de la desgracia", Juan Carlos Onetti





"Los niveles de significación en La cara de la desgracia de Juan Carlos Onetti", Hugo J. Verani (Texto Crítico, enero-junio 1975, no. 1, p. 107-121, Centro de Investigaciones Lingüístico Literarias, Universidad Veracruzana)




[Un cuento que conocí siguiendo a @eduardohuchin]